17 de marzo de 2009

El poniente de Torreón: la marginación histórica


La violencia y la podredumbre que fustigan hoy al Poniente de Torreón tienen su origen en la marginación histórica a la que autoridades y el resto de la ciudadanía le han condenado; desde la fundación de la ciudad, las colonias que conforman tal sector geográfico sufren un evidente alejamiento de la modernización, que las convierte en un perfecto caldo de cultivo para el crimen.

  A Leonardo Zuloaga, latifundista de La Hacienda de La Laguna, no le alcanzó la vida para ver a su rancho el “Torreón” convertirse en uno de los centros de negocios más grandes del norte del país después de que Luisa de Ibarra, su viuda, cediera en 1883 algunos terrenos para las vías del ferrocarril nacional.

  Entonces, lo que Zuloaga hizo crecer con la cosecha de algodón, pasó de un predio trabajado por un puñado de jornaleros a un sitio en constante desarrollo tanto económico como social, sobre todo después de que en 1887, la señora de Ibarra cediera en su totalidad a la empresa norteamericana Rapp Sommer los derechos de la ya entonces villa; el comprador desincorporó de inmediato los terrenos y  trazó lo que sería la extensión de las vías del tren para el arribo de vagones internacionales.

  En aquel 1887, Andrés Eppen, representante legal de la industria yanqui decidió lotificar los predios contratando a  Federico Wulff, quien fue el encargado del proceso,  lotificando de la Avenida Ferrocarril hasta lo que ahora es la calle Galeana.

  Meses después, a inicios de 1888, los lotes comenzaron a venderse; oferta no faltaba, ya que gente de todo el país, incluso del extranjero, veían en Torreón un sitio dónde cristalizar sus sueños.

  Así, con la visión de los personajes citados, y ayudado por la coyuntura nacional e internacional, en 1907, tan sólo dos décadas posteriores a su compraventa, y gracias a las gestiones de Miguel Cárdenas, gobernador de Coahuila, en pleno cumpleaños del General Porfirio Díaz, entonces Presidente de México, la entonces villa fue elevada al rango de ciudad,

  Y aunque fue un acontecimiento digno de festejo, la reciente designación no vino acompañada del progreso, pues Torreón ya lo poseía. De acuerdo con Carlos Castañón, historiador e investigador lagunero, “Para 1907 Torreón tenía ya un núcleo urbano bien consolidado y definido. Lo que conocemos ahora como el Centro Histórico era ya el centro de negocios con sus plazas, sus mercados, sus comercios, sus edificios, sus bancos, sus numerosas cantinas y sobre todo, con la habitación de los espacios”.

  Aunque claro, como históricamente ha sucedido en México, tal opulencia y desarrollo no eran equitativos, pues desde entonces la diferencia de ingresos y oportunidades entre las distintas clases sociales resultó ampliamente notoria.

  Si bien la cara progresista que la novel ciudad atesoraba (que contaba ya con alrededor de 26 mil habitantes) se debía en mucho a la instalación de fábricas que daban valor agregado a la cosecha del algodón (textiles, aceite y algunos otros derivados), el clasismo rampante y los notables contrastes entre los grupos sociales tuvieron también su origen en la llegada de tales centros fabriles.

  Industrias que llevaban por nombre La Alianza, La Fe, La Unión, El Consuelo, La Constancia (la primera en instalarse), La Aceitera, La Compresora, La Durangueña, y que hoy lo conservan, pero transformadas de manufacturas a colonias donde el lumpen domina y que, de tanta barbarie, el aire se corta con cuchillo.

 “En torno a las empresas surgieron las primeras colonias populares de Torreón: la Polvorera, la Constancia, San Joaquín, la Compresora, la Metalúrgica. Y si en ese tiempo la ciudad carecía de una red de agua potable, drenaje y pavimento, las colonias populares eran simplemente un hacinadero carente de los servicios mínimos que ahora disfrutamos. No extrañaría que años después, ante las desigualdades sociales, la revolución armada “triunfó” en La Laguna” explica Castañón en su texto “Torreón en 1907”.

  Tal fue el auge de esas colonias, creadas ex profeso por las fábricas con el fin de que los obreros vivieran lo más cercano posible a su centro de trabajo, que su crecimiento resultó anárquico y fuera de todo concepto de ingeniería, de ahí que, por ejemplo, se acostumbraba construir sobre los cerros (como el caso de La Durangueña o el Cerro de la Cruz) o dejar pasillos entre los callejones menores, en algunos casos, a cincuenta centímetros.

   Había que hacerse de un lugar sin importar dónde y cómo, idea que hizo nacer guetos estilo lagunero, donde el hacinamiento resultaba alarmante por la falta de servicios básicos, que recién comenzaron a instalarse, en tales páramos, por la década de los veintes del siglo pasado.

  “Hay que entender que la gente que habitaba esos lugares era gente pobre, que vivía en condiciones precarias, sobretodo en cuanto a sus casas, algo que continuamos viendo hasta la fecha” remató Castañón en entrevista.

  De acuerdo con datos del Archivo Histórico de la Universidad Iberoamericana, el crecimiento demográfico del poniente alcanzó tales niveles que los vecinos solicitaron al Ayuntamiento la regularización y entrega de las tierras, confirmando los asentamientos como colonias de Torreón, preocupados por el rezago que presentaba su entorno en comparación con el imparable desarrollo que la ciudad mantenía hacia el oriente.

  Fue entre 1922 y 1923 que el Cabildo autorizó la regularización de La Durangueña, Torreón Viejo, La Fe, Paloma Azul, La Constancia y San Joaquín, y desde dicho año, lo que fueran galerones para obreros pasaron a ser, con todas las letras, colonias torreonenses; aunque para su infortunio, tal categoría no coadyuvó a que el manto de la vanguardia les tocara, pues se mantuvieron alejados del bullicio del centro y de la opulencia de algunas áreas donde los empresarios de entonces tenían casas de grandes extensiones muy al estilo de su pasado europeo.

  Los nativos del poniente, además de continuar sirviendo en la industria del algodón y sus derivados, sin mayor posibilidad de cambiar su realidad, comenzaron a observar cómo sus mujeres “bajaban” del cerro para ir a trabajar como prostitutas a las decenas de cantinas regadas por el centro, o en la “zona roja” que entonces se configuraba en los rumbos de la Calzada Colón.

  Al no existir otra opción para ellas, ser meretriz se convertía en un trabajo redituable y siempre valorado, incluso necesario en una ciudad como Torreón que no puede entenderse sin varias aristas del comportamiento social, entre ellas la prostitución.

  Según algunos cronistas locales, históricamente las colonias del poniente han fungido como proveedoras de prostitutas, debido en mucho a la marginación histórica, de un siglo entero, a la que ya se hizo referencia, que no sólo estimuló dicho mal, sino que incubó otros como la violencia, la tendencia al delito y desde hace al menos tres lustros la drogadicción y el narcotráfico.

La marginación

  Para 1925, el futuro para el poniente de la ciudad parecía traer mejor cara, un porvenir dulce; pero, quizá por eso lo llaman porvenir, porque no viene nunca.

  La presunta estabilidad sólo duro un puñado de años, pues la decadencia de las industrias que dieron vida a las colonias dio un golpe duro e incontestable. Sin empleo y con un crecimiento demográfico incluso mayor en proporción al de la ciudad entera (de 1920 a 1950 Torreón pasó de 50,902 habitantes a 128,971), el poniente comenzaba su etapa más dura, pues el rezago fue permeando en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana.

  “Lo difícil del tema de la marginación en casos como los del poniente de Torreón es que quizás las primeras dos, incluso tres generaciones de habitantes sí cumplieron sus expectativas porque eran muy básicas: tener un empleo dónde ganarse la vida y que su familia pudiera sobrevivir, pero las que siguieron han tenido mayor problema para lograrlo, pues gracias a la democratización de la televisión y la muestra constante de otros mundos, las necesidades, aspiraciones y deseos crecen, aunque se tenga el conocimiento de que no existen los recursos para acceder a tales cosas” explica Rodrigo González, sociólogo de la Universidad Iberoamericana, coordinador del Observatorio de Violencia Social y de Género de la Universidad Iberoamericana Torreón.

  Aunque con un análisis burdo, para Antonio, habitante de La Constancia desde hace 78 años (nació en el lejano 1931 en la casa que aún habita), la realidad no es tan distinta.

  “Nosotros éramos escuincles felices, muchachos sanos, pero los de ahora quieren muchas cosas que sus apás no pueden darles; se les hace fácil todo y por eso las muchachas creen que pueden andar de putas y los chiquillos tener una pistola y andar ahí matando gente y vendiendo esa droga que todos dicen” explica con la calma que dan sus años, mientras recuerda al nieto que jamás volvió tras participar en una balacera y a la nieta que vende su cuerpo en las cercanías de La Alianza.

  De acuerdo con Gerardo Zataráin, párroco del templo católico de San Joaquín, colonia donde nació y en la que lleva ya 19 años como encargado de la iglesia, el análisis es simple y llano: la concepción del poniente fue a partir de la marginación.

  “Estamos arrinconados, siempre hemos estado arrinconados en el último reducto de Torreón, en donde no hay salida de desarrollo, en donde seguiremos como hemos estado siempre; vivir atrás de las vías te margina, te aparta y prácticamente genera olvido” explica.

  ¿Ha existido un olvido sistemático por parte de las autoridades y de la ciudadanía en general?

  “Sí, por qué no decirlo, hemos estado olvidados por las autoridades; sólo recientemente se ha acercado gente del Gobierno del Estado que nos ha pavimentado algunas calles, algo que nunca ocurría, pero hasta ahí” asegura el religioso.

  Y es que aquí la visión de la legalidad y de la gobernabilidad es totalmente diferente a lo conocido por el Torreón de élite.  En el poniente las patrullas de la policía municipal no entran; al poniente no se puede acceder sin ser vigilado por las decenas de “halcones” que observan todo desde privilegiadas posiciones en los cerros; en el poniente los desconocidos no se miran a los ojos por temor a ser memorizados físicamente; en el poniente, ley es sinónimo de revólver; pero a su vez, en el poniente hay una lealtad palpable al barrio, a los amigos, a toda una tradición familiar que se empeña en no morir a pesar de la adversidad, porque aquí, malos o buenos, de un bando o del otro, no sólo les mueve el poder, sino también el sentido de pertenencia.

  “A pesar de lo que estamos viviendo, aquí también seguimos teniendo cosas valiosas, porque aquí vive gente con costumbres y maneras de ser muy arraigadas, gente luchona, que mantiene la unión familiar, gente que siente pasión por su terruño y que se ayuda entre sí” explica Zataráin.

Todos los males

  La marginación siempre ha sido el cucharón que mueve los caldos de cultivo para la multiplicación de los males sociales. Y cuando ésta marginación cumple un siglo, no hay calamidad que se le resista.

  Si entre los cincuentas y finales de los setentas del Siglo XX el poniente ya presentaba signos de violencia de toda índole, además de comenzar su transformación  de zona habitacional a sitio para negocios ilícitos como la compraventa de autopartes robadas, prostitución, venta clandestina de alcohol y fayuca, fue en los ochentas cuando se dio el siguiente paso en el mundo del hampa: la venta de droga.

  Durante tales años y hasta la fecha, familias enteras, nativas del poniente, se han dedicado a la venta de drogas al encontrarlo como un negocio altamente redituable, el cual les permite satisfacer las necesidades mundanas que el mercado les crea “a partir del bombardeo mediático” explica Rodrigo González.

  “Sé que muchos juzgan a la gente de mi barrio y los barrios vecinos, pero no entienden que no es fácil tener cosas mejores, incluso pensar que puedes tenerlas; si vives en La Durangueña, desde que eres niño te das cuenta que existe la violencia, el alcohol, la vagancia, y no hay nadie que te ayude, o que te ofrezca cosas diferentes, y eso es lo que mantiene así a nuestros muchachos, que se deslumbran fácilmente, porque nunca han tenido nada más que su propia vida y por eso mismo no la valoran y todo se les hace fácil, pero, ¿de quién es la culpa?” dice al reportero, Héctor, uno de los poquísimos oriundos de La Durangueña que terminó una carrera universitaria (todo el poniente tiene un promedio de escolaridad de 7.28 años, cuando el índice marcado por la CEPAL para que un “individuo pueda alejarse de los riesgos sociales” es de 12) y hoy tiene un trabajo estable, y, aunque tiene la opción, se niega a dejar su barrio porque “a uno le llama el lugar donde nació, aunque cada día sea más pesado vivir aquí”.

 Las perforaciones de bala que tiene la fachada de la casa de Héctor son incontables, aunque, afirman otros vecinos, “que no tiene tantas como otras”, aquellas que están en la falda del cerro, en las orillas de la Avenida Ferrocarril, en la boca del lobo.

  “Hay que preguntarse si a esta gente se le han ofrecido otras opciones, si han tenido la oportunidad de acceder a otras cosas, si conocen otro modo de vida, otra cotidianeidad que no sean estos problemas; es evidente que si no tienes opciones, tu visión del mundo se reduce y eres una víctima potencial para formar parte de las redes del crimen” afirma González.

  Zataráin posee una visión similar a la del catedrático de la Ibero, pues asegura que “aquí los muchachos no tienen opciones, crecen viviendo con toda esa mugre y con una pobreza espantosa; entonces, estos lugares son muy adecuados para que esos grupos lleguen y hagan de las suyas, porque saben que los chamacos no valoran la vida, que se les hace fácil todo y que fácilmente los convencerán”.

  Nada más cierto. Caminando por las calles del Poniente, entre La Durangueña y el Cerro de la Cruz, es común toparse con mujeres que lloran las pérdidas que la guerra del narco les ha dejado. Hijos, hermanos o esposos que no volvieron un día cualquiera, familiares, amores, que fueron consumidos por la vorágine del narco, el mal al que muchos acudieron por mera necesidad.

  “Mi hijo no era malo, era muy trabajador, pero desgraciadamente tenía deudas y se le hizo fácil vender droga y me lo mataron. ¿Qué le voy a reclamar? No puedo hacerlo porque sé que lo hizo para darle de comer a su familia” explica Lupe, ahora cabeza de una familia que tiene al padre en Estados Unidos, una hija dejada con dos críos y otra adolescente con seis meses de embarazo, además del adolescente de quince años que todos los días –cuenta- recibe invitaciones a participar en algún ilícito.

  Así se vive en el poniente de Torreón, la zona donde con los más altos índices de violencia por arma de fuego, la zona en donde el crimen y la prostitución, entre otros males sociales, se concentran y encuentran eco entre la población, que ve en ésos un escape a toda una vida de limitantes y de exclusión social a la que les han sometido históricamente, una segregación hiriente.

  La segregación no se da solamente en los lugares de residencia, todo el espacio urbano se va separando de modo que diversos grupos sociales no coincidirán nunca en su proceso de conformación social. Esto produce culturas autorreferidas, y limita la movilidad social, ya que el capital social individual y comunitario se restringe a sus propios barrios, de modo que las redes sociales que pueden proporcionar trabajo, educación, etcétera, nunca llegan lo suficientemente lejos del propio origen. La segregación pues lleva al aislamiento de amplios sectores homogéneos como es el poniente de Torreón, posibilitando subculturas relacionadas a la criminalidad, como prueban estudios hechos en Chile que muestra una correlación entre la homogeneidad de los asentamientos y las tasas de delincuencia” cita González.

  Para el sociólogo por la Universidad de Guadalajara, el empobrecimiento de la sociedad del poniente de Torreón, así como la desigualdad sufrida, “origina la violencia urbana que estamos presenciando”, así como el resto de sus males, pues no sólo se trata de cuestiones de narco o prostitución, sino arrastra hasta los condicionantes más básicos como las actividades a las que se dedica la gente que habita las colonias citadas.

  “Aquí la mayoría de la gente trabaja como informal, tienen sus puestecitos en el centro o en La Alianza, o ponen su puesto de tacos; también muchos son albañiles, algunos otros son obreros, pero cada vez es menos los que trabajan en el sector formal” explica Zataráin; en el poniente, el 45% de la población gana entre 1 y 2 salarios mínimos diarios.

  Pareciera que el nefasto panorama no tiene opciones para ir a mejor. Si se consideran las últimas estadísticas (se anexa cuadro) se puede identificar que en el Poniente la gente va extinguiéndose a la par de sus sueños, que se va empequeñeciendo conforme la marginación persiste y se recrudece.

  ¿Qué se puede hacer para mejorar esto? Se le cuestiona a Zataráin, quien no con pesar, responde sonriendo:

  “La única solución que veo es que nos llevan a todos a vivir a Las Villas… aunque creo que eso no se va a poder, así que aquí nos vamos a quedar y vamos a seguir igual, luchando día a día por sobrevivir”.

5 comentarios:

  1. yo soy gente del poniente y todo esto me parece ridiculo, si hay gente buena, hay gente profesionista que ha salido de este sector y jovenes puchadores, drogadictos y prostituta hay en todo torreon

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  2. No creo que lo que se menciona por el parroco, he conocido a gente sencilla, profesionista de esa colonia y hasta me a asaltado gente de alli y por eso no corto cabezas, simplemente todos hacemos lo mismo, trabajar, sino digame como come o se sustenta el otro tanto por ciento ? no es del robo o de la prostitucón, muchas gentes trabajan en casas sirviendo, cuidado con lo que digamos por que herimos sentimientos y más de ellos no se vale....

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  3. PURAS PINCHES MAMADAS

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  4. ademas pinche cesar tovar se la come

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  5. Rapp Sommer eran alemanes no americanos

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