16 de agosto de 2009


Lo ocurrido en el CERESO de Gómez Palacio, Durango, ciudad conurbada con Torreón, a fines de la semana pasada, es muestra clara de la podredumbre en que vive La Laguna entera.

Veinte muertos, múltiples heridos y la sensación de desgobierno en los dos lados del Nazas, son las cosechas que dejó la siembra del terror a causa del cruento enfrentamiento entre las dos alas de internos del reclusorio.

Porque no sólo se trata de un asunto aislado sobre el que bastaría repartir culpas, sino que forma parte de una cadena cuyos eslabones mantienen en riesgo la certeza de que la paz social, o al menos la estabilidad de ésta, continúe posicionada como la cotidianeidad lagunera.

Y es que, mientras en Gómez Palacio el CERESO es un polvorín, Torreón sufre con una policía infiltrada que sólo responde a los mandatos del crimen organizado, y en ambas ciudades la ausencia de las autoridades es plena; entiéndase, hay un vacío de poder tan pleno como vergonzoso.

Ni alcaldes ni gobernadores han tenido la sensibilidad (o el valor, según se vea) de velar por los reales intereses de la ciudadanía, pues han priorizado los temas electorales a los que realmente forman la acción de gobernar; así, todo aquello que requiera de la intervención decidida e inteligente a partir de decisiones trascendentes o políticas públicas profundas, sencillamente no se encuentra escrito en su agenda.

Al final, los muertos siguen apilándose, la gente pierde capacidad de asombro y se acostumbra a la violencia, mientras que nuestros limitados políticos se aferran a sus cotos de poder, a sus bastiones electorales, allí donde son lluvia que empapa, manto que cubre, donde realmente pueden mandar, porque en los asuntos diarios, en la vida del peatón, tienen muy poco qué decir, lastimosamente.


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