3 de agosto de 2009

La confesión


La confesión escrita es el mejor remedio para conjurar viejos fantasmas. Quizá por ello soy periodista, quizá por ello el camino epistolar me parece el más corto para enterar a los seres amados de verdades terribles o sentimientos imposibles.

Por ello, y celebrando mi regreso a estas páginas, confieso que, curiosamente, no es la alegría lo que me puso de vuelta a escribir sobre fútbol, sino un velo de tedio que me envuelve cada fin de semana desde hace ya un tiempo razonable.

Lo que antes era un privilegio, una satisfacción, se ha transformado en un pesado ritual, en costumbre de lacerantes anacronismos. Prepararse para analizar la jornada en turno es ya un lastre, una de esas obligaciones que cuestan, como ir a la primera misa dominical o acudir a los kilométricos desfiles de la primavera sólo porque un sobrinito vestirá de abejorro.

Aunque lo más lamentable estriba en que, como muchos de ustedes, me mantengo fiel, engañándome cada semana, como la gorda que se mira al espejo y se hace creer que la dieta actual le revolucionará la vida y le cohibirá la avidez de grasas y azúcares.

Y, como todo buen enfermo que anhela una cura pero hace poco por obtenerla, me he puesto a hacer cuentas para contrastar y abofetearme por atentar contra mis propios intereses, tanto mundanos como profundos, y los resultados son alarmantes.

Resulta que si los aficionados pamboleros vemos tres partidos en promedio por fin de semana, en un mes consumiremos 1080 minutos de nuestras vidas pegados a un televisor, cuya señal nos atiborra de comerciales y accidentadas y burdas narraciones.

Con ello, al año hablamos de más de 10 mil minutos de seguir las transmisiones futboleras (sin contar torneos internacionales, el Tri y demás), es decir, la friolera de 7 días enteros cada doce meses.

Una semana que bien podríamos tomarnos de vacaciones o, más importante, hacer el amor, jugar con nuestros hijos o, si de asuntos rebuscados se trata, dedicarnos a la vida contemplativa.

Propongo entonces, que si el asunto no mejora y el espectáculo ofrecido mantiene esos niveles paupérrimos de calidad, busquemos alternativas y, sobretodo, ayuda.

Dicen que las mujeres ostentan ambas.


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