20 de noviembre de 2009

La doble moral del norte


Parafraseando a Ismael Serrano, debo decir que vivo en una ciudad (Torreón, Coahuila) con más iglesias que sentimientos, como ocurre con muchas de las ciudades del norte del país, finalmente estructuradas por el dogma andante de franciscanos y jesuitas, diseminadores del catolicismo.

Dicho esparcimiento de la fe generó desde entonces un apego sistemático de la sociedad al deber ser de la iglesia romana, a sus leyes y designios, a sus sacramentos: manuales de buenas costumbres.

Y así, los guerreros encomiables que forjaron los terruños, vencidos por la espada y la cruz, vieron desvanecerse al espíritu de la rebeldía y el desenfado, del cual ya sólo queda un leve susurro.

Porque, en términos generales, los resabios de dicha coyuntura han hecho de Torreón y conexas poblaciones mecidas dócilmente en cuna de opio. Sumisas y adoctrinadas, han olvidado que la vida es mucho más amplia que el guardar las formas y festejar con lentejuela bodas y quinceañeras.

Aunque también existe cierta fortuna, pues hay algunos que aún agudizamos el oído para que el susurro de rebeldía impere de vez en vez y retomar así las sensaciones más básicas del ser humano, allí donde el hedonismo se hace carne, donde se vive bordeando la pupila de la noche.

Y es bajo el manto estelar donde se refugian nuestras queridas putas, mujeres con nombres de pila, con quienes desfogamos la tensión de los preparativos cotidianos; es dentro de la oscuridad profunda donde las quinceañeras retratadas en las secciones de socialité comparten humedades con cualquier fulano de tal, como tú, como yo.

Es ya sobre el cierre de edición de nuestros diarios que retratan la lentejuela, cuando los avisos de ocasión se llenan de ofertas de talla 5 y rubio platino; es cayendo la tarde cuando en inauguraciones de estadios millonarios las edecanes portan leotardos que develan sus más frágiles recovecos.

Y ahí vamos todos, sonrientes, disimulando. Unos cubren su excitación con golpes de pecho y muecas de reprobación, mientras otros controlamos el instinto depredador de entrepiernas esgrimiendo comentarios tontos como “que mal está la economía” o “Sabina canta cada día mejor”.

La doble moral nos condiciona, nos coloca pesados lastres y evita la condensación de nuestra sociedad, que parece recitar a Neruda: “para que nada nos amarre que no nos una nada”. Vaya, ni siquiera la libertad de decidir, de arrojarnos plenos al placer.

No es que se trate de quemar las naves, ni los templos, tampoco de dejar de lado costumbres que finalmente forman parte de la idiosincrasia local. Sencillamente, hay que aspirar a la tolerancia y a la apertura. A no condenar la esencia erótica que todos portamos, por más que a unos parezca habérseles marchitado a la par de la imaginación.

Con ello, seguro estoy que Torreón y el resto de ciudades norteñas, tendrán más sentimientos que iglesias, más emociones que oficinas grises. Será entonces cuando crucemos los largos puentes hacia la dicha.

19 de noviembre de 2009

La larga sombra de Fidel


Elegir a los personajes que trascendieron durante el Siglo XX y que permanecen vivos en el XXI, no es tarea sencilla, más aún cuando algunos que tendrían que estar (Mailer, Kubrick, Kapuscinski o Coetzee, por citar algunos), murieron en la última década, llevándose consigo buena parte de la historia conocida.

Pero, aún así, quedan suficientes nombres para armar una lista brillante, de carácter votivo. Un listado de sujetos convidados a una fiesta en la cual no faltaría nada, pues, además de bebidas, tendríamos música y charlas interminables, de las que escosen heridas y reconcilian con el mundo.

En el escenario, improvisando melodías, Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat comandarían a Tom Waits, Bob Dylan, Paul McCartney y Roger Waters, quienes darían pie a un Plácido Domingo embriagado de las palabras de José Saramago y y Gabriel García Márquez, abocados en elogiar la mirada torva de Elfriede Jelinek.

Entretanto, en una mesa en el fondo, Nelson Mandela, Lech Walesa y Felipe González, escucharían con atención a un Mijail Gorbachov emocionado por ver reunidos y compartiendo tragos a Diego Maradona, Pelé y Alfredo Distéfano, que olvidarían el inocuo debate sobre quién es el mejor futbolista de la historia.

Mientras, en otro rincón, lejos del barullo, Roman Polansky, Martin Scorsese y Oliver Stone, intentarían explicarle a Bill Gates cómo el cine es una ventana de libertad al mundo cotidiano, aunque, seguramente el genio se decantaría por intentar responderse cómo un monstruo deportivo como Casius Clay, flanqueado en un sillón por Pete Sampras y Bjorn Borg, terminó invadido por el Parkinson.

La fiesta imperdible, de escasas invitaciones. Un convivio donde sólo uno podía ser el anfitrión: Fidel Castro, el rey de los acreedores, pues si la historia le adeuda la oportunidad de reivindicarse, millones de seres humanos le debemos la posibilidad de decidir cómo vivir, a pesar de que la vorágine capitalista se obstine en guiarnos.

Inútil sería negar que la sombra del Comandante Castro no habita cada rincón de nuestro entorno. Guste o no, aún con su lenta agonía, Fidel ha logrado mantener, a base de un riguroso estoicismo, su perfil heroico. Ya Norman Mailer se lo dijo en una carta abierta en 1961: “usted nos dio a todos los que estamos solos en este país, y que en general no halamos entre nosotros, la sensación de que aún quedan héroes en el mundo”.

El carácter revolucionario de Fidel nos ha permitido mantener el espíritu primigenio de la libertad, aquel que nos indica que no pertenecemos a nadie más que a nuestros actos y que de nosotros depende que el mundo pare en buen puerto, uno donde la producción en serie y el tecnicismo no sean la ruta infalible al éxito.

Uno donde el pensamiento supere a la fuerza, donde los bienes de producción no sólo fabriquen mercancías de valor agregado, sino también construyan páramos donde valga más un beso profundo que cualquier moneda primermundista.

En pleno Siglo XXI la sombra de Fidel se agiganta con el tiempo, lo mismo que el aporte de Etcétera en el mundo mediático nacional.