El fin de semana pasado, Honduras vivió el primer golpe de estado visto en Latinoamérica durante presente siglo. Para no variar la turbulenta historia latina en tales aristas, la milicia fue la responsable de arrebatarle el poder a Manuel Zelaya, a quien deportaron a Costa Rica con el apoyo del Congreso local.
Duras noticias llegan desde Tegucigalpa. La capital centroamericana se encuentra sumida en una profunda inestabilidad social, pues buena parte de los civiles se pronunciaron en contra del movimiento castrense y a favor de la restitución de Zelaya.
Le espera entonces a Honduras un tiempo de lobos, de divisionismo y, probablemente, de sangre, pues si los ánimos se mantienen caldeados, será el propio ejército golpista el que intente imponer el orden con lo único que tiene a disposición plena: el monopolio de la fuerza.
En asuntos como los descritos radica el riesgo de tejerle al ejército una manga tan ancha, mucho más en sistemas que, por cuestiones anacrónicas, terminan siendo laxos en la vigilancia de sus fuerzas bélicas. Ocurrió en varias naciones latinas durante el siglo pasado y hoy lo vemos en Honduras. ¿Y México?
Evidentemente los motivos que tiene el ejército para patrullar nuestras calles son diametralmente distintas al caso catracho, pero la reflexión no debe ir en dicho sentido, sino en la brecha de riesgo que estamos labrando al permitirle escudriñar en los sitios que le placen, con una anárquica elección de formas.
Que haya ciudades con cerca de tres mil efectivos para menos de 600 mil habitantes (como Torreón) nos habla de que el uso de la milicia no está siendo, ni de lejos, lo pulcro que debiera, y que el ya citado monopolio de la fuerza no ha sido suficiente para vencer al crimen organizado y volver a los cuarteles.
Y mientras los resultados no son óptimos, los efectivos se conservan sobre las aceras y eso, lo saben, va permitiéndoles, poco a poco, acrecentar la necesidad del Gobierno hacia sus servicios, lo que, con una ecuación simple, convierten en margen de acción.
La mesura en casos como el local debe consumirse con cucharón. Y si las autoridades no reparan en ello, bien hará la ciudadanía en tomar la estafeta.